Descripción de la obra
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Hay un ejemplo clásico de teoría jurídica que, no
siendo citado ni una sola vez en el texto de esta obra, emplaza las coordenadas
que signan todo su horizonte de sentido, expone los desvelos que articulan su
indubitable unidad: es el tradicional “ejemplo de la flauta” que Amartya Sen
ofrece en La Idea
de la Justicia.
Anne, Bob y Carla pretenden la misma flauta, dice
Sen. Carla la construyó, Bob sabe tocarla, Anne no posee ninguna otra cosa.
Cada uno la reclama, argumentando desde su propia posición diferencial; pero ¿a
cuál de los tres se la adjudicaríamos? La respuesta que demos a esta incógnita
alumbrará nuestra particular idea de la justicia, y en ese alumbramiento dejará
ver, además, nuestras expectativas y exigencias frente al derecho.
Si sostenemos que “justicia es dar a cada uno lo
suyo”, sin entrar en discusiones de equidad ni de optimización, muy
probablemente haríamos lugar a los argumentos de Carla. Si, en cambio, entendemos por justicia “dar a
cada quien lo que le corresponde” –fórmula meritocrática, que se opone
claramente a la anterior– podríamos adjudicársela a Bob. Si, por fin, vemos la
justicia como igualación, sería Anne quien se llevaría el instrumento.
La conclusión es simple y, aquí, omnipresente: las concepciones
retributivas, distributivas o conmutativas de justicia no son más que
particularidades de una justicia general que las excede, las justifica y las
ampara. Si no se parte del deber irrenunciable de optimizar las posibilidades
reales de cada uno –y de todos, en su situación concreta– cualquier afirmación
de una cierta idea de justicia será superficial, impracticable, baladí. Y
consecuentemente, todo sistema de derecho construido en su referencia estará
destinado al fracaso.
Nuestras concepciones tradicionales de justicia se
originan en perspectivas propias de sociedades no democráticas y no abisales.
Son incapaces de concebir la exclusión y los abismos que –retrayendo los
espacios de lo legítimo– emplazan límites, declaran grietas, definen guetos.
Este libro es un llamado a pensar y a pensarnos desde otro lugar. No pretende
ser definitivo, no busca ser concluyente. Es apenas un llamado.
Pero si entendemos que no hay derecho sin
experiencia de injusticia y que no hay experiencia de injusticia sin daño,
veremos en la promesa compartida (el compromiso) de minimizar el dolor, la
razón de ser de nuestra convivencia. Entonces este llamado –débil, sin grandes
estridencias– no puede ser desoído; y el deber de hacer justicia se torna tan
angustiante como urgente. Porque si hay algo que las víctimas ya no tienen, es
tiempo.